Amanece siempre a
la misma hora y en eso estamos todos de acuerdo, latitudes y longitudes aparte.
En lo que podemos disentir es en la calidad que imprimimos a la vida una vez
amanecida en su nuevo día.
En general y salvo
cierto grado patológico de locura, al ser humano le sienta bien la vida. Nos
gusta vivirla. Claro que no todo es siempre como nos apetecería. Nada es tan
imperfecto como el deseo en un mundo que no depende por completo de nuestra
voluntad.
Actualmente
nuestra voluntad parece ser esclava de la prisa. La sociedad del siglo XXI nos
ha raptado la consciencia y en muchos aspectos la velocidad nos ha robado
nuestro sosiego. Casi todo es para ayer en un presente futuro. O sería más
adecuado llamarlo sin futuro. Un presente sin calidad no puede tener un futuro
digno porque un futuro logrado se impregna siempre de una inmersión total en el
presente.
Así las cosas no
queda más remedio que aminorar la marcha. Beber a sorbos cada momento presente,
como se bebe un buen café cuando se saborea junto a un atardecer soñado
entornando los ojos. O como se posa la mirada en el asombro de la belleza,
cualquier belleza...
Vivir mucho o poco
pero vivir. Si hay algo que cada día valoro más es el arte de vivir poco a
poco. Vivir a sorbos cada momento. Esponjar cada segundo y cada minuto que
transcurre en mi. Agarrar el tiempo por la espalda y “tironearlo” un poco a mi
gusto. Flexibilizar cada instante y ensanchar el silencio que me rodea en un
acto consciente que a veces olvido.
Valorar el
presente es vivir una vida plena. Lograr la vida, poca o mucha pero lograrla.
En cada presente
hay una oportunidad esperándonos. Una posibilidad de que apreciemos lo que
siempre ha estado ahí, esperándonos parsimoniosamente. Todo es cuestión de
reflexionar y sacar algo en claro. De nosotros depende hacer que el tiempo y la
paz sean nuestros aliados. Para ello hemos de extender nuestras manos y abrazar
la eternidad del momento y resignarnos a vivir poco a poco...